“En su nueva tierra, el muchacho cambió su apellido por
el de Corleone, a fin de mantener un lazo con su aldea natal. Aquél fue uno de
los pocos gestos sentimentales que el Don tendría en su vida”[1].
(Mario Puzo)
Hace
algún tiempo noté que en la biblioteca de mi padre (italiano, por supuesto),
había una materita pequeña que conservaba un manojo de tierra, y que sobre esa
tierra, como si de un astronauta se tratara, mi padre había clavado una bandera
de Italia. Siempre me pregunté por el significado de esa banderita. Lógicamente
pensé que el acto estaba relacionado con recordar, pues mi padre hace cincuenta
años que reside en este país. Cuando por
fin tuve el valor de preguntarle por esa bandera, mi papá querido me contó la
historia que la encubría. Cuando él salió su pueblo en 1963, decidió caminar
por última vez por su lugar, recorrer sus calles, recolectar los recuerdos de
infancia y guardarlos siempre en su memoria. Durante ese último paseo por su pueblo
natal, mi padre se detuvo y recogió un puñado de tierra de su suelo y se lo
metió al bolsillo. Desde entonces ha cargado con ese manojo de tierra que
existe, justamente, para recordar siempre su lugar.
En
sus temporales viajes de retorno, papá siempre buscó traer consigo más
recuerdos de su tierra natal. Siendo aficionado de la fotografía, siempre
intentó retratar aquellos lugares importantes para él. Por ejemplo, hoy en día
mi padre conserva una fotografía del panorama que se veía desde el balcón de la
casa de su madre. En la época en la que no existía ninguna clase de cámara
digital, mi papá tomó dos fotografías de ese panorama y las juntó, creando una
vista completa de ese paisaje tan querido. También, en algún rincón de su
estudio, conserva una foto de la iglesia de su pueblo, que hasta ahora se ha
conservado como el ícono de ese lugar, de ese pueblo italiano de provincia, tan
pequeño y tan desconocido, pero tan importante para mi querido padre.
Papá
es una persona nostálgica, melancólica, que a pesar de haber creado una vida,
un bienestar y una abundancia en este nuevo país, siempre ha querido regresar,
siempre ha llevado su amado pueblo en el corazón y en la mente. Aún hoy, cuando
tiene oportunidades de visitarlo, lo recorre en bicicleta, como si fuera un
niño, y aunque el pueblo ha sido sobrecogido por la modernidad en muchos
lugares, papá aún lo ve con los ojos de antes.
Curiosamente,
yo que nací en otro contexto, en otro lugar diferente, que nací en una época
más moderna, con oportunidades mayores y con la visión del país en el que nací,
debo decir que también veo al pequeño pueblo, y a Italia en general, con los
ojos de papá. Aunque nunca tuve que despedirme de mi tierra natal, vivir la
experiencia de un exilio, de un destierro, o de una migración, para mi es
inevitable sentir nostalgia por ese lugar, por ese suelo natío de mi padre.
Cuando recorro las hermosas campiñas que rodean el pueblo de papá, cuando paseo
por sus viñedos o veo sus paisajes, tan típicamente italianos, me lleno del
sentimiento de que Italia, realmente, es el lugar más hermoso del mundo. Cuando
tuve la oportunidad de visitar Ischia, Capri y toda la costa amalfitana, me
sentía inspirada por un sentimiento de grandeza, por una alegría infinita que
me llenaba de orgullo patrio el corazón. Lo mismo me pasó en Roma: aunque
admiré los grandes monumentos como una turista cualquiera, aprecié lo que todo
romano podría apreciar. La brisa suave en las noches de verano, los divertidos
paseos en motocicleta, las extravagantes conversaciones en los cafés de barrio
y la divertida gesticulación de sus habitantes. En otras palabras, aunque no
pertenezco formalmente a ninguno de estos lugares, cuando tengo la oportunidad
de visitarlos me siento como en casa.
Siempre
he pensado que el exilio es un estado creativo. Como dice Said, “Los logros del exiliado están minados
siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre”[2]. Los
estados de destierro producen la necesidad de crear unos nuevos patrones para
nuestra identidad, que se empaten con lo que fuimos alguna vez, pero que
incorporen nuevos elementos del generoso lugar que nos recibe. Sin embargo,
como dice Said, esa reformulación de la identidad nace a partir de lo que hemos
perdido, de lo que hemos dejado atrás. Pensando en mi padre, y pensando en mí
misma, creo que la base de nuestra identidad en este nuevo país, en este nuevo
lugar, es justamente recordar siempre lo que hemos sido, recordar nuestros
orígenes, de dónde venimos, nuestras tradiciones y nuestras creencias como italianos.
Y, aunque nunca he tenido esa expreriencia directa del desprendimiento de la
tierra natal, siento que mi padre me heredó esa nostalgia, ese sentido de
pertenencia contra el que es imposible luchar. Mi silencioso compromiso con él,
desde el día de mi nacimiento, ha sido conservar esa nostalgia, esa melancolía,
y mi promesa pensando en una vida futura, será enseñarle a mis hijos que ese
sentimiento forma parte intrínseca de su propia identidad. En efecto, de
mi familia aprendí que el recuerdo nace de la ausencia, que la memoria nace de
la pérdida, y que llevar el pasado consigo mismo no es más que un acto de
voluntad.