lunes, 29 de diciembre de 2014

LOS OJOS DE SCROOGE: NAVIDAD, ESPECTÁCULO Y CONVERSIÓN

Hace algunos años, cuando estaba aún saliendo de la infancia, en ocasión de una navidad, un pariente lejano, que a decir verdad frecuentaba muy poco, me regaló uno de los libros que acostumbro releer con cierta frecuencia. La lectura de Canción de Navidad, de Charles Dickens, se convirtió para mí en una tradición decembrina recreada, en un hábito personal que yo decidí adquirir para estas fechas. Posiblemente, debido a mi apatía por esta época festiva, que llena los corazones de la gente de consumismo, hipocresía, afán y simples ganas de embriagarse, me he alejado de todas esas tradiciones obsoletas y he intentado recrear mi propio diciembre, ya no manifestado en la relación con el entorno sino en una suerte de soledad productiva. De hecho, la lectura de la historia de Dickens forma parte de esos ritos navideños, solitarios pero constructivos.
Mi simpatía por el cuento, por sus imágenes, y por su increíble narración es incuestionable. Es muy probable que mi deseo de alejarme de toda la baraúnda de gente que infesta los centros comerciales, de toda esa amabilidad falsa, de esas insoportables reuniones familiares con parientes que no quisiera volver a ver, se parezcan a los deseos de Ebenezer Scrooge, el simpático personaje de Dickens que detesta la navidad. En el cuento, ese anciano cascarrabias y malhumorado, solitario, rencoroso y avaro, gracias a la visita de tres espíritus (el espíritu de la navidad pasada, el espíritu de la navidad presente y el espíritu de la navidad futura) logra convertirse y renovar su fe en la navidad, mostrando la voluntad de practicar su espíritu cada uno de los días que le queden de vida. Aunque me parece que Dickens (que es uno de mis escritores más amados y reverenciados) hubiera podido trabajar un poco más a fondo ese espíritu rebelde del personaje, llevándolo a narrar una de sus maravillosas historias sobre el dolor de la gente común, siempre me ha llamado la atención cómo elaboró la conversión del personaje. Dickens retoma una constante histórica para las fechas decembrinas: los disfraces de pesebre, los autos sacramentales, y la performatividad de la religión cristiana forman parte del rito de rememoración cíclica. Es como si volver a recordar los episodios de la vida de Jesús a través del espectáculo renovara nuestra fe, nos hiciera reflexionar sobre nuestra vida y nos convirtiera en mejores cristianos. En Canción de Navidad el autor retoma este elemento característico de la ritualidad de “nuestra” religión y lo aplica a su personaje para incentivar en él el deseo de conversión y transformación.
Ya en la época de Aristóteles, mucho antes de que se hablara de la performatividad barroca de las fiestas religiosas, se reflexionaba sobre cómo la puesta en escena influía de forma significativa en nuestro espíritu perturbado. En su Arte Poética, Aristóteles decía que la tragedia, como espectáculo visual, generaba katharsis en su espectador, impartiéndole una lección a través de la identificación, la compasión y la simpatía por los personajes en escena. Ya para este momento, el espectáculo o la representación de la humanidad, actuaba como un agente de cambio en nuestras vidas, como una lección impartida que transformaba los corazones de la gente. Así como nosotros representamos viñetas de la vida de Jesús para adoctrinarnos sobre los valores cristianos y volverlos a traer  a nuestras vidas a través de un examen de consciencia, también Scrooge, a través del espectáculo que le ofrecen los espíritus, logra convertirse a los valores originales de su religión. Sin embargo, Dickens hace de este examen de consciencia algo más profundo: en lugar de mostrarle escenas de la vida de los profetas para inculcarle al personaje una visión más cristiana de la vida, el autor retoma el mismo examen de consciencia resultante de la representación y lo transforma en un espectáculo de índole religiosa. En efecto, a través de la contemplación de escenas retomadas de su propia vida (de su pasado, su presente y su posible porvenir), Scrooge logra rememorar los valores perdidos y cultivar el deseo de ponerlos en práctica desde ese momento en adelante.
El espectáculo de los tres espíritus que visitan a Scrooge en Canción de Navidad se muestra increíblemente moderno para la época de Dickens. Aunque los renombrados franceses aún no habían inventado todo el aparataje de las proyecciones cinematográficas, Dickens logra retomar esta estructura, sobreponiendo escenas e imágenes que constituyen el espectáculo que se le ofrece al cascarrabias de Scrooge. El autor divide la obra en un preludio, en tres escenas principales y en un cierre final, que se caracterizan por un acercamiento directo del personaje a las imágenes propuestas. Además de la subdivisión precisa de estos apartados, digo que Dickens es profundamente cinematográfico porque el realismo de estas imágenes (en visión, sensación y sentimiento), justamente, se utiliza como instrumento para que el escéptico personaje se identifique con la propuesta y se motive, finalmente, a la conversión.
En la propuesta escénica de Dickens, la conversión se determina a partir de tres sentimientos principales, trabajados a través del realismo de las imágenes que se pasean por los ojos atemorizados de Scrooge. Cada uno de los espíritus que visitan al empresario londinense se sirve de un arma poderosa, que mediante las maravillas del espectáculo, logra romper la coraza de este personaje avariento y rencoroso. Estas tres armas letales para la codicia y el egoísmo son la compasión, la clarividencia y el terror. El Espíritu de la Navidad Pasada se sirve de la compasión para que Scrooge logre comprender las raíces de su dolor, de su alma amedrentada y mezquina. En cambio, el Espíritu de la Navidad Presente utiliza la clarividencia para sembrar la semilla de la sabiduría en la mente ofuscada del pequeño empresario. Finalmente, el Espíritu de la Navidad Futura le enseña a Scrooge el significado del terror, que logra infringir en el corazón del espectador la incertidumbre de un negro porvenir.
La visita del Espíritu de la Navidad Pasada, entonces, transporta a nuestro querido Scrooge de vuelta a su dolorosa infancia. Las imágenes de su pueblo natal, la maravilla del paisaje, los ruidos de las carretas, de las campanas de la iglesia y los rostros conocidos desfilan ante los ojos de Scrooge, que acogiendo ese vendaval de recuerdos tan bien representados, logra regresar, en cuerpo, mente y alma, a las mismas sensaciones de su infancia. Dickens describe con particularidad la impresión que todo esto le genera al personaje, que acoge asombrado todos estos detalles tan reales: “El espíritu le miró bondadosamente. Su suave contacto, aunque leve y momentáneo, parecía existir aún en las sensaciones del viejo. Miles de olores llegaban hasta él, flotando en el aire, cada uno de ellos relacionado con millares de pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones hacía mucho tiempo olvidadas”[1]. De esta forma, el realismo del espectáculo, que sigue siendo representación a través del contacto con el espíritu, logra revivir los antiguos sentimientos de Scrooge, que a través de esta visión, se siente bien representado e identificado.
Este entorno que el personaje visita con tanta sorpresa y con buena acogida, es el preludio al contacto que Scrooge establece consigo mismo algunas páginas después. Es como si Dickens, en un primer momento, le ofreciera a Scrooge un paisaje general para luego ir acercando el lente de la cámara hacia donde más le interesa; el encuentro del personaje con el auténtico dolor de su infancia: “Ni uno solo de los ecos vivos de la casa, ni el roce o el chirrido de los ratones detrás de los lienzos de la pared, ni el gotear de las gárgolas semiheladas el triste corral trasero, ni un solo suspiro entre las ramas deshojadas del álamo abatido, ni el inútil bamboleo de la puerta de un almacén vacío, ni un simple crepitar en el fuego, dejó de llegar al alma de Scrooge con suavizador influjo que dejara más libre el paso a sus lágrimas”[2]. El increíble escenario que el espíritu recrea del pasado y la exactitud cinematográfica, completa y envolvente de la imagen, propician el sentimiento compasivo de Scrooge hacia sí mismo, y hacia la tristeza que lo acallaba en esos tiempos, comprendiendo de forma mejor su comportamiento actual.
Por otro lado, el Espíritu de la Navidad Presente adoctrina a Scrooge sobre su horrenda naturaleza a través de la clarividencia. La misma sombra está dotada de una antorcha, que por donde pasa, alimenta el espíritu navideño de los paseantes. La luz, como elemento cinematográfico, no sólo logra defender las imágenes de la rivalidad de la sombra, sino que les otorga cierta relevancia a determinados ángulos, a ciertos detalles que en un primer momento podrían pasar desapercibidos. En su viaje por el momento presente, Ebenezer Scrooge logra contemplar de cerca escenas que en su cotidianidad pasan completamente desapercibidas. La visita a la casa de Cratchit , su empleado, le da a conocer las penas por las que pasa su familia. El contacto con la realidad de su sobrino, lo ilumina sobre los afectos que tiene en su vida y que persiste en rechazar. El acercamiento a estos cuadros enmarcados, que también forman parte del amplio paisaje de la realidad londinense, adoctrinan a Scrooge sobre la práctica de la ignorancia. En efecto, el Espíritu de la Navidad Presente deja a Scrooge reflexivo con la aparición de dos pequeñas sombras, que el espíritu define como dos grandes enemigos del hombre: “Este niño es la ignorancia. Esta niña es la indigencia. Guárdate de los dos y de todos los de su especie; pero, más que de nadie, guárdate de este niño, porque en su frente lleva escrita su sentencia, a menos que alguien borre sus palabras”[3]. Nuevamente un valor se contrapone al otro: la clarividencia que vence la ignorancia, la luz que vence las sombras y la oscuridad. La visión “real” del espectáculo, que le otorga al espectador la posibilidad de observar ángulos de la realidad que pasan desapercibidos, le permite a Scrooge evaluar su comportamiento, impulsándolo a juzgar su entorno con más sabiduría y clarividencia.
Finalmente, el Espíritu de la Navidad Futura, adoctrina a Scrooge a través del terror, que penetrando en el alma rígida y fría del personaje, le permite, al final, calentar su corazón. La semilla del terror está en la incertidumbre: esta sombra no habla, no contesta las preguntas de Scrooge, y con fría indiferencia, rechaza las súplicas de compasión de su protegido. Dickens describe con proeza el sentimiento del personaje atemorizado, que se sume ante la irreverencia condescendiente de esta sombra tenebrosa: “Aunque acostumbrado ya a la compañía fantasmal, a Scrooge le inspiraba tanto miedo esta figura silenciosa, que le temblaban las piernas, y observó que apenas podía tenerse en pie cuando se dispuso a seguirla. (…) Le agitaba un vago e incierto terror al saber que detrás de aquellas vestiduras había unos ojos fijos en él, mientras que, con los suyos abiertos todo cuanto podía, no conseguía ver nada más que una mano fantasmal y un enorme montón de negrura”[4]. En este pasaje, Dickens nos revela otro de sus trucos cinematográficos, que finalmente, conducirán a Scrooge por los caminos del horror y del arrepentimiento. Esta primera visión de la sombra, tan incierta y tan tenebrosa, que no habla y que no mira directamente a los ojos, despierta en el personaje un sentimiento de incertidumbre que a medida que va tomando contacto con otras imágenes “fílmicas” crece, conduciéndolo de forma gradual hacia la estruendosa imagen de su muerte, la más lúgubre y terrorífica de todas. Es así como Dickens, utilizando los trucos de un espectáculo de terror o de una película de suspenso, incita a Scrooge a arrepentirse, y a retomar en sus manos el espíritu de la verdadera navidad.
De esta manera, podemos decir que Dickens resignifica la función del espectáculo navideño y hace del examen de consciencia una puesta en escena aún más vívida y efectiva. En esta historia de conversión la realidad de los detalles, el acercamiento luminoso a ciertos ángulos y el uso del suspenso como quid narrativo, se convierten en las herramientas más poderosas del espectáculo para propiciar la conversión de Scrooge. Aunque en un principio el despertar del personaje coincide con ese maravilloso sentimiento de trasformación, con una bella y luminosa mañana y con un increíble sentimiento altruista, dudo que el gruñón de Scrooge, como la mayoría de nosotros, haya mantenido su promesa de conversión.



[1]  Dickens, Charles. Canción de Navidad. Bogotá: Panamericana, 2002.  47.
[2]  Dickens, Charles. Canción de Navidad. Bogotá: Panamericana, 2002.  50.
[3] Dickens, Charles. Canción de Navidad. Bogotá: Panamericana, 2002.  106.
[4] Dickens, Charles. Canción de Navidad. Bogotá: Panamericana, 2002.  110.

lunes, 22 de diciembre de 2014

UNA BREVE REVISIÓN DE LA HISTORIA DEL TANGO, UNA HISTORIA DE AÑORANZA

“Son tantos los pliegues secretos del tango como los pliegues movedizos y ondulatorios de un bandoneón”[1].

(Juan Manuel Roca)

“Una región en que el ayer pudiera
ser el hoy, el aún y el todavía”.

(Jorge Luis Borges – El Tango)

Como dice Borges en su famoso poema “El Tango”, este género musical se caracteriza por ser un lenguaje universal, en el que el presente y el pasado se funden en una manifestación cultural profundamente significativa. En su poema, Borges se pregunta de manera constante dónde se encuentran las raíces del tango, que en su letra, en su cadencia musical y en su misma forma de manifestarse socialmente, busca sus orígenes en el compadrito orillero, en el hombre de arrabal, en el cuchillero rioplatense que se encuentra, precisamente, entre el entorno urbano y el rural, entre las raíces gauchas y la cultura de origen migrante. En efecto, desde donde se mire, el tango es un género musical de entre medios, que añora las cadencias del Río de la Plata, pero que también se acopla a la cultura de las comunidades migrantes, que a partir de la década de 1880, comenzaron a asentarse en los conventillos de Buenos Aires.
A finales del siglo XIX, Argentina estaba buscando acomodarse al dulce estrépito de la modernidad. Hacia 1861, se acabaron las guerras internas entre la provincia de Buenos Aires y las otras regiones de la confederación, incorporando de esta forma al nuevo Estado dentro de la República Argentina. A partir de ese momento, los gobernantes intentaron llevar a cabo un proyecto de modernización, que le abrió las puertas a la migración para acelerar el proceso.
La entrada de la cultura europea al contexto argentino determinó cambios importantes en las estructura y en la estética de la ciudad de Buenos Aires. La arquitectura urbana se modificó para darle paso a los conventillos donde los migrantes habitaban, pero además, el ambiente de la ciudad se modificó para abrirle las puertas al refinamiento y a la alta cultura. El intendente Torcuato de Alvear estaba resuelto a cambiar la fisionomía de la ciudad, demoliendo monumentos típicamente criollos como la Recova de la Plaza Victoria. De hecho, Alvear quería hacer de Buenos Aires el equivalente de París en Latinoamérica, imitando, de cierta forma, el proyecto que Haussman había llevado a cabo en la capital europea. Es así que la avenida Florida se convierte en el elegante paseo de los burgueses, en el Campo Eliseo de los argentinos, y que las grandes familias porteñas se trasladan del Barrio Sur a las ubicaciones más refinadas del norte de la ciudad.
Este proyecto urbano modifica profundamente los hábitos y las prácticas de los habitantes de Buenos Aires. Los platos criollos son remplazados por la delicadeza de la cocina francesa y por la suculenta tradición de la cocina italiana. Buenos Aires también se convierte en la capital de los deportes extranjeros, incorporando a sus prácticas deportivas al fútbol, al criquet y al polo de origen inglés. El interés por el arte lírico aumenta, recibiendo en los más famosos teatros a los cantantes más aclamados del siglo XIX.
Curiosamente, el tango como género musical, se opone a todo este proceso de refinamiento. Si bien nace de la misma hibridación que las comunidades migrantes propiciaban con su presencia, el tango también intenta aferrarse profundamente a las raíces criollas. En efecto, el tango no nace en las altas esferas de la sociedad. Sus orígenes se remiten al lupanar, al prostíbulo, a los lugares de la mala vida. Como género musical, el tango se incorpora a ese lugar de tránsito criollo-migratorio, a esos ambientes abandonados por el refinamiento, donde la cultura de los trabajadores de los mataderos, de los cuarteadores, de los artesanos, de los mineros, de los operarios de las nuevas fábricas, de los peones de barracas, se vuelca en el ambiente de los boliches, de los quilombos, de los lupanares y de las casas de baile. A partir de esa cultura de la marginación, de ese ambiente donde reina el rufián y el cuchillero, los ritmos europeos como la mazurka, la polka, el vals o la habanera, o los ritmos criollos como el candombe, comienzan a forjar las raíces del tango argentino.
La alta cultura porteña se oponía profundamente a las raíces del tango, considerándolo un género despreciable, marginal, una vergüenza de la cultura argentina. El mismo Leopoldo Lugones, el poeta más aclamado del modernismo argentino, definía al tango como un género “indecente” que debía permanecer oculto ante los ojos de la humanidad. En efecto, los argentinos más refinados definían al tango como un relato salvaje, como una música “negra” que despertaba la libido y los más bajos deseos del género humano. En su cuento El hombre de la esquina rosada, Borges se refiere a este aspecto libidinoso del tango, tan despreciado por las clases altas de la sociedad porteña: “Bailaron sin restricciones; lo circundante: ruido, movimiento, música, era inexistente ilusión sólo creada para fustigarles los nervios de tensiones acrecentadas. El tango hizo el resto. Él la plegaba a su voluptuosidad lenta, poseyéndola sumisa en la obediencia de los pasos”. En efecto, el tango, además de aferrarse a las manifestaciones musicales de la baja cultura, también se aferraba a los deseos más básicos del género humano, a la naturaleza visceral de los hombres. En el lupanar, contrariamente a los que se cree, el tango no era una danza entre hombres; era una danza que servía como preludio a la cópula, que se manifestaba como el síntoma del abrazo efímero entre un hombre y una mujer.
Añorando ese elemento cultural de las orillas, y evocando la naturaleza salvaje del ser humano, el tango comienza a tener una voz, una letra que por primera vez se manifiesta hablando del rufianismo y del baile erótico en pareja. Generalmente, las primeras letras del tango comenzaban a gestarse a partir de las aclamaciones de los asistentes, que miraban recelosos al compadrito que se lucía en la pista de baile con su compañera. Estas letras eran lascivas, obscenas, resaltaban el ámbito libidinoso y “repugnante” de este género musical: “Con tus malas intenciones / me llenastes un barril. / Me tuvistes en la cama / febrero,o marzo y abril. (…) / Por salir con una chica / que era muy dicharachera / me han quedado las orejas / como flor de regadera”. Ese tema libidinoso se complementaba con la exaltación de la identidad del compadrito, del cuchillero y del rufián, de aquel que solía asistir a los bailes en el lupanar. El compositor Ángel Villoldo pone en evidencia este tema en su tango “Candelaria”: “Aquí tienen a Candelaria / que es un mozo de renombre, / el que para el tango criollo / no le teme a ningún hombre; / el que siempre está dispuesto / si se trata de farrear: / el que cantando milongas / siempre se hace respetar. // No hay compadre que me asuste, / por más guapo y cuchillero, / porque en casos apurados / sé manejar el acero. / El miedo no lo conozco / y jamás me sé asustar, / y el que pretenda ganarme / tiene mucho que sudar”. La letra de este tango, como muchas otras que se impusieron a principio del siglo XX, exaltaban esa cultura de las orillas, esa identidad porteña que se estaba gestando en los barrios marginales.
Pero entonces, ¿cómo pasó el tango de ser una manifestación de la baja cultura a ser universalmente aceptado como el género musical más aclamado de la cultura argentina? Después de que el tango fue aceptado en París durante la segunda década del siglo XX, dejó de formar parte de los ambientes marginales y comenzó a postularse como el género preferido de la clase media argentina. Compositores como Francisco Canaro, que tuvieron contacto con el tango en esos ambientes de mala vida, empezaron a ser aclamados y reconocidos en la sociedad burguesa. Para este momento, el tango comenzó a tomar forma como una música de añoranza, como una manifestación del lamento, que aún hoy es característico de este género musical. El tango empezó a darse a conocer como una confesión de la sensibilidad del hombre,  que en un momento de crisis, busca en la música la "cura" para la experiencia de la pérdida y del dolor.
El lamento por el amor perdido, por la antigua ciudad que se desvanece con el proceso de modernización o por el paso del tiempo y de los años felices, hace del tango, en su voz triste y desolada, un canto de nostalgia, que a través de la música intenta detener el tiempo por un instante y vencer el proceso de transformación. Esa voz triste, que se manifiesta a forma de monólogo o de autorretrato, se convierte en el espíritu argentino, que en tangos como el Mi Buenos Aires querido de Gardel, se configura como un espíritu de añoranza, como un impedimento al paso del tiempo, como un grito de dolor que anhela volver a ese pasado más feliz y a esa identidad porteña original.
Es así como el compadrito orillero se pierde en el tiempo, pero también como el pasado se manifiesta en ese canto de evocación, que acumulando pérdidas, se ha convertido en el lenguaje argentino universal.



[1] Roca, Juan Manuel. “Prólogo: del tango y sus pliegues”. En Gómez Chaparro, Luis Enrique. Tango: Una historia viva. Bogotá: Editorial ABC, 2005. Pg 11.

sábado, 13 de diciembre de 2014

“ESCOBILLA”, MI VERSIÓN DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA.

Hace algún tiempo un amigo mío me pidió que lo ayudara con su tesis. Su trabajo de grado quería contemplar los momentos de creación artística, pero más específicamente, esos momentos en los que el artista, más allá de las elucubraciones técnicas, se entrega al momento de crear. En mi experiencia con la danza, el momento de creación nace a partir del latido del corazón, el ritmo que todos llevamos dentro. Cuando mi latido logra ponerse en consonancia con el ritmo de la música, o con el corazón del otro que baila a mi lado, el resultado es el momento de creación artística, que de alguna manera extraña, se empata con el movimiento y con el entorno.
Específicamente, en mi experiencia como bailarina de flamenco, el ritmo interno se empata con el ritmo externo más que nunca, y el resultado es, justamente, un movimiento musical, una música corporal. Lo que transcribo aquí fue lo que escribí esa vez para la tesis de mi amigo. He aquí mi versión de lo que significa la creación artística, ese momento en el que el bailarín se deja llevar por ese ritmo interno, por el ritmo del corazón.


Y ahí está el escenario, negro, vacío, sombrío. Uno que otro técnico de luces se pasea por su espacio, revisa la posición de los cenitales y vuelve y se va. El escenógrafo ya a terminado su trabajo, baja del escenario y sus pasos y sus risas, sonoros como nunca, se alejan a un ritmo común, normal; como si nada estuviera pasando. Entonces, el espacio queda completamente vacío. Camino lentamente sobre él, lo exploro, lo toco con las manos, escucho mis pasos que se oyen en todo el espacio, hasta ese rincón,  el más oculto de toda la silletería. Me paro en la mitad del lugar y miro hacia allá, hacia el público vacío, hacia las 1000 sillas que pronto se llenarán para mirarme, y nuevamente percibo ese sonido, ese sonido de la tierra que pronto llegará hasta allá, hasta esos oídos recónditos que atentamente estarán escuchándome en la última fila de esa silletería vacía. En ese miedo que se asila en la garganta, que me traba la respiración por un instante, en ese nudo fastidioso que me impide siquiera hablar por un momento; ahí está el embrión del flamenco, que más tarde estallará para llenar de vida ese escenario vacío, para llenar de sonido esos oídos vagos, llenos de tráfico, de éxitos musicales de última moda, de silencio. Bajo a los camerinos; en ese espacio mis otros compañeros son sólo eso: compañeros. En el vestier de las mujeres las encuentro a todas cómodas, ligeras de ropa, como en la tabacalera de Carmen, la cigarrera. Todas nos reímos, hablamos de frivolidades, hacemos cosas que en la vida cotidiana pocas veces podemos compartir con otras mujeres. Entre todas nos peinamos, compartimos el maquillaje, nos cerramos la cremallera de los vestidos. Se percibe esa alegría femenina, esa alegría de reunión de costurero, esa cotidianidad tan íntima, porque debajo de todo eso tan frívolo está el lazo inquebrantable que nos une en el escenario. Y entonces ya estoy lista. Una última mirada al espejo: flor en su sitio, pañuelo al cuello, moña bien puesta y aretes bien firmes. Soy otra, pero soy la misma. Al revisar todo mi ornamento vuelve ese pequeño nudo, porque sé que se acerca el momento y ahora lo empiezo a sentir… Me refiero al latido, al latido del corazón…A ese ritmo inquebrantable que todos llevamos dentro, ese ritmo único para cada uno de nosotros. Bajamos al escenario…Aún no es el momento, el barítono todavía tiene que dar su último gran tono. Mientras tanto, detrás de las patas, hombres y mujeres seguimos esa charla informal de los camerinos. Calentamos un poco los pies, los brazos, comenzamos a sentir la liviandad de ese movimiento, que poco a poco, entonándose con los latidos de los corazones de todos, va tocando cada fibra muscular, cada célula del cuerpo. Los brazos se levantan, las manos van dando vueltas en el aire como palomas y tocan ese espacio etéreo que más tarde encontrará su complemento perfecto en los pies, que golpearán la tierra como si todo se estuviera acabando. Se acabó el canto, se acabaron las romanzas, es hora de nuestra entrada. Nos ponemos en dos filas, cada una de un lado del escenario. Nos vemos por las patas, nos ojeamos antes de salir a llenar el espacio, cada fila por su lado. Ya  es hora, ya es hora, YA ES HORA! El latido se acentúa, va marcando el ritmo que asilante desespera por salir, por manifestarse, por convertirme en otra, la misma que todo el mundo desconoce. Black –out. Las dos filas salen, pero no he visto al público, porque es hora de mirar al que está frente mío y disponer mis manos para las palmas. Entonces empezamos… Un, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos… Crece, crece, crece…Toma forma con mis manos, con mi mirada que únicamente se dirige hacia mis palmas y al compañero que tengo enfrente, con mi postura, ya tan firme en la tierra, donde debe estar. El sonido es sutil, es vago aún, aún está comprimido, pero ya va a empezar….Todos nuestros cuerpos están listos para suplir la ausencia musical de este número. Ya! Se acabaron las palmas, se acabó el conteo…Se acabó. Los pies comienzan a barrer el piso, piano piano, con un sonido cojo, no tan fuerte, no tan acelerado. La mano se dirige al público que por fin nos ve, nos siente, nos mira. En ese momento, barro la silletería con los ojos, todo pasa como por un filtro…Lo peor ya pasó: ellos están ahí, atentos a nosotros, a nuestro sonido, que sube, que baja, que se complementa con el del otro, con el que está al lado, somos una sola fila, y ahora ya no, ahora lo volvemos a ser y ahora ya no. Mis brazos crecen hacia arriba, el sonido es perfecto, ahora somos una sola fila. Ahora todos estamos juntos, haciendo música por igual. Todo se libera en ese momento, la tensión crece y el ritmo de la bulería comienza a tocar nuestros corazones.  Nos miramos, inquebrantablemente, oímos el sonido del otro, percibimos su cuerpo, tan cálido, tan lleno de vida que complementa el nuestro propio.  Los pies golpean fuerte, soltamos el aire y ya nada nos da miedo. Miramos desafiantes a ese público, que debe estar estremecido por nuestra mirada. Entonces la bulería comienza de verdad. Caminamos como toros hacia ellos… ese latido se manifiesta en cada fibra del cuerpo, en cada pedazo de la piel; somos únicos, pero somos todos, y en ese fantástico momento, nos volvemos uno solo. Nuestro lazo es hermoso e inquebrantable. El sonido de la tierra es cada vez más rápido, los brazos se elevan cada vez más alto y las manos, como palomas, hacen girar el aire, esa energía divina que nos cubre y que desde arriba hace temblar el suelo con nuestros pies. Las palmas comienzan de nuevo, aceleran la respiración y giramos, cara a cara con nuestro compañero del al lado. Ese instante, visual, fuerte, en el que hacemos contacto con el otro, nos da aún más fuerza para continuar. Somos sonido, ideal, perfecto. Golpeamos nuestro pecho, jugamos con nuestros pies. Sigue otra patada de bulería, otra vez las palmas, aún más rápido el ritmo, que ya está por fuera, que ya ha liberado el corazón. Volvemos a encontrarnos, volvemos a unirnos, y de pronto, el zapateo final, la última etapa. Rápido, aún más rápido,  manos, pies, brazos, todo se mezcla, todo se une, y somos una sola sombra larga, que en una esquina del escenario profiere con la voz y con los pies, el gran gran gran final. Aún bien plantados en los pies, y con los brazos rígidos, hemos completado nuestra transformación. Por unos segundos el público está en silencio, anonadado, perdido por ese universo lleno de emoción. Luego estalla un gran aplauso, pero en ese momento en sí pasa desapercibido. Mientras la luz aún nos ilumina, mientras aún miramos fijamente al público, cada uno va volviendo en sí. El sudor cae de la frente, las respiraciones van regresando cada una a su dueño y al cuerpo vuelve el aire de la normalidad. Miramos aún al público, anonadados también nosotros. Hemos entregado un momento increíblemente íntimo y nos quedamos con las manos vacías, con los cuerpos desnudos. Black-out. La luz se apaga sobre nosotros, y teniendo cuidado de no hacer ruido entramos nuevamente por las patas. Aún hay un nosotros. El espectáculo no se ha acabado. Esta vez entre la soprano, y esta vez, con el silencio de tumba más absoluto, nos dirigimos al camerino para cambiarnos para el siguiente número. Hay un nosotros, definitivamente, y aquí está.