“Son tantos los pliegues secretos del tango
como los pliegues movedizos y ondulatorios de un bandoneón”[1].
(Juan Manuel Roca)
“Una región en que el ayer pudiera
ser el hoy, el aún y el todavía”.
(Jorge Luis Borges – El Tango)
Como
dice Borges en su famoso poema “El Tango”, este género musical se caracteriza
por ser un lenguaje universal, en el que el presente y el pasado se funden en
una manifestación cultural profundamente significativa. En su poema, Borges se
pregunta de manera constante dónde se encuentran las raíces del tango, que en
su letra, en su cadencia musical y en su misma forma de manifestarse
socialmente, busca sus orígenes en el compadrito orillero, en el hombre de
arrabal, en el cuchillero rioplatense que se encuentra, precisamente, entre el
entorno urbano y el rural, entre las raíces gauchas y la cultura de origen migrante.
En efecto, desde donde se mire, el tango es un género musical de entre medios,
que añora las cadencias del Río de la Plata, pero que también se acopla a la
cultura de las comunidades migrantes, que a partir de la década de 1880,
comenzaron a asentarse en los conventillos de Buenos Aires.
A
finales del siglo XIX, Argentina estaba buscando acomodarse al dulce estrépito
de la modernidad. Hacia 1861, se acabaron las guerras internas entre la
provincia de Buenos Aires y las otras regiones de la confederación,
incorporando de esta forma al nuevo Estado dentro de la República Argentina. A
partir de ese momento, los gobernantes intentaron llevar a cabo un proyecto de
modernización, que le abrió las puertas a la migración para acelerar el
proceso.
La entrada
de la cultura europea al contexto argentino determinó cambios importantes en
las estructura y en la estética de la ciudad de Buenos Aires. La arquitectura
urbana se modificó para darle paso a los conventillos donde los migrantes
habitaban, pero además, el ambiente de la ciudad se modificó para abrirle las
puertas al refinamiento y a la alta cultura. El intendente Torcuato de Alvear
estaba resuelto a cambiar la fisionomía de la ciudad, demoliendo monumentos
típicamente criollos como la Recova de la Plaza Victoria. De hecho, Alvear
quería hacer de Buenos Aires el equivalente de París en Latinoamérica,
imitando, de cierta forma, el proyecto que Haussman había llevado a cabo en la
capital europea. Es así que la avenida Florida se convierte en el elegante paseo
de los burgueses, en el Campo Eliseo de los argentinos, y que las grandes
familias porteñas se trasladan del Barrio Sur a las ubicaciones más refinadas
del norte de la ciudad.
Este
proyecto urbano modifica profundamente los hábitos y las prácticas de los
habitantes de Buenos Aires. Los platos criollos son remplazados por la
delicadeza de la cocina francesa y por la suculenta tradición de la cocina
italiana. Buenos Aires también se convierte en la capital de los deportes
extranjeros, incorporando a sus prácticas deportivas al fútbol, al criquet y al
polo de origen inglés. El interés por el arte lírico aumenta, recibiendo en los
más famosos teatros a los cantantes más aclamados del siglo XIX.
Curiosamente,
el tango como género musical, se opone a todo este proceso de refinamiento. Si
bien nace de la misma hibridación que las comunidades migrantes propiciaban con
su presencia, el tango también intenta aferrarse profundamente a las raíces
criollas. En efecto, el tango no nace en las altas esferas de la sociedad. Sus
orígenes se remiten al lupanar, al prostíbulo, a los lugares de la mala vida.
Como género musical, el tango se incorpora a ese lugar de tránsito
criollo-migratorio, a esos ambientes abandonados por el refinamiento, donde la
cultura de los trabajadores de los mataderos, de los cuarteadores, de los
artesanos, de los mineros, de los operarios de las nuevas fábricas, de los
peones de barracas, se vuelca en el ambiente de los boliches, de los quilombos,
de los lupanares y de las casas de baile. A partir de esa cultura de la
marginación, de ese ambiente donde reina el rufián y el cuchillero, los ritmos
europeos como la mazurka, la polka, el vals o la habanera, o los ritmos
criollos como el candombe, comienzan a forjar las raíces del tango argentino.
La alta
cultura porteña se oponía profundamente a las raíces del tango, considerándolo
un género despreciable, marginal, una vergüenza de la cultura argentina. El
mismo Leopoldo Lugones, el poeta más aclamado del modernismo argentino, definía
al tango como un género “indecente” que debía permanecer oculto ante los ojos
de la humanidad. En efecto, los argentinos más refinados definían al tango como
un relato salvaje, como una música “negra” que despertaba la libido y los más
bajos deseos del género humano. En su cuento El hombre de la esquina rosada, Borges se refiere a este aspecto
libidinoso del tango, tan despreciado por las clases altas de la sociedad
porteña: “Bailaron sin restricciones; lo circundante: ruido, movimiento,
música, era inexistente ilusión sólo creada para fustigarles los nervios de
tensiones acrecentadas. El tango hizo el resto. Él la plegaba a su
voluptuosidad lenta, poseyéndola sumisa en la obediencia de los pasos”. En
efecto, el tango, además de aferrarse a las manifestaciones musicales de la
baja cultura, también se aferraba a los deseos más básicos del género humano, a
la naturaleza visceral de los hombres. En el lupanar, contrariamente a los que
se cree, el tango no era una danza entre hombres; era una danza que servía como
preludio a la cópula, que se manifestaba como el síntoma del abrazo efímero
entre un hombre y una mujer.
Añorando
ese elemento cultural de las orillas, y evocando la naturaleza salvaje del ser
humano, el tango comienza a tener una voz, una letra que por primera vez se
manifiesta hablando del rufianismo y del baile erótico en pareja. Generalmente, las primeras letras del tango comenzaban a gestarse a
partir de las aclamaciones de los asistentes, que miraban recelosos al
compadrito que se lucía en la pista de baile con su compañera. Estas letras
eran lascivas, obscenas, resaltaban el ámbito libidinoso y “repugnante” de este
género musical: “Con tus malas
intenciones / me llenastes un barril. / Me tuvistes en la cama / febrero,o
marzo y abril. (…) / Por salir con una chica / que era muy dicharachera / me
han quedado las orejas / como flor de regadera”. Ese tema libidinoso se
complementaba con la exaltación de la identidad del compadrito, del cuchillero
y del rufián, de aquel que solía asistir a los bailes en el lupanar. El
compositor Ángel Villoldo pone en evidencia este tema en su tango “Candelaria”:
“Aquí tienen a Candelaria / que es un
mozo de renombre, / el que para el tango criollo / no le teme a ningún hombre;
/ el que siempre está dispuesto / si se trata de farrear: / el que cantando
milongas / siempre se hace respetar. // No hay compadre que me asuste, / por
más guapo y cuchillero, / porque en casos apurados / sé manejar el acero. / El
miedo no lo conozco / y jamás me sé asustar, / y el que pretenda ganarme /
tiene mucho que sudar”. La letra de este tango, como muchas otras que se
impusieron a principio del siglo XX, exaltaban esa cultura de las orillas, esa
identidad porteña que se estaba gestando en los barrios marginales.
Pero
entonces, ¿cómo pasó el tango de ser una manifestación de la baja cultura a ser
universalmente aceptado como el género musical más aclamado de la cultura
argentina? Después de que el tango fue aceptado en París durante la segunda década del siglo XX, dejó de formar parte de los
ambientes marginales y comenzó a postularse como el género preferido de la
clase media argentina. Compositores como Francisco Canaro, que tuvieron contacto con el tango en esos ambientes de mala vida, empezaron a ser
aclamados y reconocidos en la sociedad burguesa. Para este momento, el tango
comenzó a tomar forma como una música de añoranza, como una manifestación del
lamento, que aún hoy es característico de este género musical. El tango empezó
a darse a conocer como una confesión de la sensibilidad del hombre, que en un momento de crisis, busca en la música la "cura" para la experiencia de la pérdida y del dolor.
El
lamento por el amor perdido, por la antigua ciudad que se desvanece con el
proceso de modernización o por el paso del tiempo y de los años felices, hace
del tango, en su voz triste y desolada, un canto de nostalgia, que a través de
la música intenta detener el tiempo por un instante y vencer el proceso de
transformación. Esa voz triste, que se manifiesta a forma de monólogo o de autorretrato,
se convierte en el espíritu argentino, que en tangos como el Mi Buenos Aires querido de Gardel, se
configura como un espíritu de añoranza, como un impedimento al paso del tiempo,
como un grito de dolor que anhela volver a ese pasado más feliz y a esa
identidad porteña original.
Es así
como el compadrito orillero se pierde en el tiempo, pero también como el pasado
se manifiesta en ese canto de evocación, que acumulando pérdidas, se ha
convertido en el lenguaje argentino universal.
[1] Roca, Juan Manuel.
“Prólogo: del tango y sus pliegues”. En Gómez Chaparro, Luis Enrique. Tango: Una historia viva. Bogotá:
Editorial ABC, 2005. Pg 11.
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