sábado, 13 de diciembre de 2014

“ESCOBILLA”, MI VERSIÓN DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA.

Hace algún tiempo un amigo mío me pidió que lo ayudara con su tesis. Su trabajo de grado quería contemplar los momentos de creación artística, pero más específicamente, esos momentos en los que el artista, más allá de las elucubraciones técnicas, se entrega al momento de crear. En mi experiencia con la danza, el momento de creación nace a partir del latido del corazón, el ritmo que todos llevamos dentro. Cuando mi latido logra ponerse en consonancia con el ritmo de la música, o con el corazón del otro que baila a mi lado, el resultado es el momento de creación artística, que de alguna manera extraña, se empata con el movimiento y con el entorno.
Específicamente, en mi experiencia como bailarina de flamenco, el ritmo interno se empata con el ritmo externo más que nunca, y el resultado es, justamente, un movimiento musical, una música corporal. Lo que transcribo aquí fue lo que escribí esa vez para la tesis de mi amigo. He aquí mi versión de lo que significa la creación artística, ese momento en el que el bailarín se deja llevar por ese ritmo interno, por el ritmo del corazón.


Y ahí está el escenario, negro, vacío, sombrío. Uno que otro técnico de luces se pasea por su espacio, revisa la posición de los cenitales y vuelve y se va. El escenógrafo ya a terminado su trabajo, baja del escenario y sus pasos y sus risas, sonoros como nunca, se alejan a un ritmo común, normal; como si nada estuviera pasando. Entonces, el espacio queda completamente vacío. Camino lentamente sobre él, lo exploro, lo toco con las manos, escucho mis pasos que se oyen en todo el espacio, hasta ese rincón,  el más oculto de toda la silletería. Me paro en la mitad del lugar y miro hacia allá, hacia el público vacío, hacia las 1000 sillas que pronto se llenarán para mirarme, y nuevamente percibo ese sonido, ese sonido de la tierra que pronto llegará hasta allá, hasta esos oídos recónditos que atentamente estarán escuchándome en la última fila de esa silletería vacía. En ese miedo que se asila en la garganta, que me traba la respiración por un instante, en ese nudo fastidioso que me impide siquiera hablar por un momento; ahí está el embrión del flamenco, que más tarde estallará para llenar de vida ese escenario vacío, para llenar de sonido esos oídos vagos, llenos de tráfico, de éxitos musicales de última moda, de silencio. Bajo a los camerinos; en ese espacio mis otros compañeros son sólo eso: compañeros. En el vestier de las mujeres las encuentro a todas cómodas, ligeras de ropa, como en la tabacalera de Carmen, la cigarrera. Todas nos reímos, hablamos de frivolidades, hacemos cosas que en la vida cotidiana pocas veces podemos compartir con otras mujeres. Entre todas nos peinamos, compartimos el maquillaje, nos cerramos la cremallera de los vestidos. Se percibe esa alegría femenina, esa alegría de reunión de costurero, esa cotidianidad tan íntima, porque debajo de todo eso tan frívolo está el lazo inquebrantable que nos une en el escenario. Y entonces ya estoy lista. Una última mirada al espejo: flor en su sitio, pañuelo al cuello, moña bien puesta y aretes bien firmes. Soy otra, pero soy la misma. Al revisar todo mi ornamento vuelve ese pequeño nudo, porque sé que se acerca el momento y ahora lo empiezo a sentir… Me refiero al latido, al latido del corazón…A ese ritmo inquebrantable que todos llevamos dentro, ese ritmo único para cada uno de nosotros. Bajamos al escenario…Aún no es el momento, el barítono todavía tiene que dar su último gran tono. Mientras tanto, detrás de las patas, hombres y mujeres seguimos esa charla informal de los camerinos. Calentamos un poco los pies, los brazos, comenzamos a sentir la liviandad de ese movimiento, que poco a poco, entonándose con los latidos de los corazones de todos, va tocando cada fibra muscular, cada célula del cuerpo. Los brazos se levantan, las manos van dando vueltas en el aire como palomas y tocan ese espacio etéreo que más tarde encontrará su complemento perfecto en los pies, que golpearán la tierra como si todo se estuviera acabando. Se acabó el canto, se acabaron las romanzas, es hora de nuestra entrada. Nos ponemos en dos filas, cada una de un lado del escenario. Nos vemos por las patas, nos ojeamos antes de salir a llenar el espacio, cada fila por su lado. Ya  es hora, ya es hora, YA ES HORA! El latido se acentúa, va marcando el ritmo que asilante desespera por salir, por manifestarse, por convertirme en otra, la misma que todo el mundo desconoce. Black –out. Las dos filas salen, pero no he visto al público, porque es hora de mirar al que está frente mío y disponer mis manos para las palmas. Entonces empezamos… Un, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez, un dos… Crece, crece, crece…Toma forma con mis manos, con mi mirada que únicamente se dirige hacia mis palmas y al compañero que tengo enfrente, con mi postura, ya tan firme en la tierra, donde debe estar. El sonido es sutil, es vago aún, aún está comprimido, pero ya va a empezar….Todos nuestros cuerpos están listos para suplir la ausencia musical de este número. Ya! Se acabaron las palmas, se acabó el conteo…Se acabó. Los pies comienzan a barrer el piso, piano piano, con un sonido cojo, no tan fuerte, no tan acelerado. La mano se dirige al público que por fin nos ve, nos siente, nos mira. En ese momento, barro la silletería con los ojos, todo pasa como por un filtro…Lo peor ya pasó: ellos están ahí, atentos a nosotros, a nuestro sonido, que sube, que baja, que se complementa con el del otro, con el que está al lado, somos una sola fila, y ahora ya no, ahora lo volvemos a ser y ahora ya no. Mis brazos crecen hacia arriba, el sonido es perfecto, ahora somos una sola fila. Ahora todos estamos juntos, haciendo música por igual. Todo se libera en ese momento, la tensión crece y el ritmo de la bulería comienza a tocar nuestros corazones.  Nos miramos, inquebrantablemente, oímos el sonido del otro, percibimos su cuerpo, tan cálido, tan lleno de vida que complementa el nuestro propio.  Los pies golpean fuerte, soltamos el aire y ya nada nos da miedo. Miramos desafiantes a ese público, que debe estar estremecido por nuestra mirada. Entonces la bulería comienza de verdad. Caminamos como toros hacia ellos… ese latido se manifiesta en cada fibra del cuerpo, en cada pedazo de la piel; somos únicos, pero somos todos, y en ese fantástico momento, nos volvemos uno solo. Nuestro lazo es hermoso e inquebrantable. El sonido de la tierra es cada vez más rápido, los brazos se elevan cada vez más alto y las manos, como palomas, hacen girar el aire, esa energía divina que nos cubre y que desde arriba hace temblar el suelo con nuestros pies. Las palmas comienzan de nuevo, aceleran la respiración y giramos, cara a cara con nuestro compañero del al lado. Ese instante, visual, fuerte, en el que hacemos contacto con el otro, nos da aún más fuerza para continuar. Somos sonido, ideal, perfecto. Golpeamos nuestro pecho, jugamos con nuestros pies. Sigue otra patada de bulería, otra vez las palmas, aún más rápido el ritmo, que ya está por fuera, que ya ha liberado el corazón. Volvemos a encontrarnos, volvemos a unirnos, y de pronto, el zapateo final, la última etapa. Rápido, aún más rápido,  manos, pies, brazos, todo se mezcla, todo se une, y somos una sola sombra larga, que en una esquina del escenario profiere con la voz y con los pies, el gran gran gran final. Aún bien plantados en los pies, y con los brazos rígidos, hemos completado nuestra transformación. Por unos segundos el público está en silencio, anonadado, perdido por ese universo lleno de emoción. Luego estalla un gran aplauso, pero en ese momento en sí pasa desapercibido. Mientras la luz aún nos ilumina, mientras aún miramos fijamente al público, cada uno va volviendo en sí. El sudor cae de la frente, las respiraciones van regresando cada una a su dueño y al cuerpo vuelve el aire de la normalidad. Miramos aún al público, anonadados también nosotros. Hemos entregado un momento increíblemente íntimo y nos quedamos con las manos vacías, con los cuerpos desnudos. Black-out. La luz se apaga sobre nosotros, y teniendo cuidado de no hacer ruido entramos nuevamente por las patas. Aún hay un nosotros. El espectáculo no se ha acabado. Esta vez entre la soprano, y esta vez, con el silencio de tumba más absoluto, nos dirigimos al camerino para cambiarnos para el siguiente número. Hay un nosotros, definitivamente, y aquí está.

2 comentarios:

  1. Me acordó de lo Dionisiaco en Nietszsche y creo que si el arte la danza y todas las musas se conectan entre ellas cuando uno logra por medio de cualquiera desdibujar el yo. Mi tesis la quiero hacer sobre esa sensación y esa noción que hay sobre lo creativo.

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  2. Me acordó de lo Dionisiaco en Nietszsche y creo que si el arte la danza y todas las musas se conectan entre ellas cuando uno logra por medio de cualquiera desdibujar el yo. Mi tesis la quiero hacer sobre esa sensación y esa noción que hay sobre lo creativo.

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